El amor y los pepinillos son dos cosas muy distintas pero íntimamente relacionadas. Lo quieras o no, ambos te alimentan. "Amor y pepinillos" es "amor y pepinillos."
¿Qué cosa cursi voy a decir yo sobre el amor? Sobre amor ya está todo redicho, es como el cine western, ya no queda casi nada por decir. Y si me atreviera a comentar algo, tendría la credibilidad de un pequeprostiadolescente malcriado...
Sin embargo, a los pepinillos los conozco algo mejor, aunque me pese decirlo. Son rígidos, redondeados, largos, turgentes, rugosos y de fractura crujiente.
Mmmm... ¡Qué ricos los pepinillos!
Su sabor avinagrado te insufla un soplo de vida. Se dilatan las pupilas, las glándulas salivan, se contonea la lengua y disfrutas liberándolos de su crujir. Ese sonido te vuelve carnicero, y asesinas uno tras otro.
Se sabe bien que el vinagre en la boca escuece, por lo que han de morir cuanto antes. Con ellos, no funciona como con el amor. No puedes recrearte con un pepinillo, porque este no es si quiera tu amigo. Los pepinillos quieren morir rápidamente, por lo que nunca te casarás con uno de ellos. Ni ellos contigo; y mucho menos estos pepinillos modernos que corren de boca en boca hoy día por el mercado.
Todos hemos sido pepinillo alguna vez; los hay de todo tipo. Altos, bajitos, alargados, gruesos, juguetones, verrugosos, curvados, jumbo size, (...) Para todo gusto y apetencia.
Sin embargo, de lejos, todos son irremediablemente iguales. Todos verdes y apestando a vinagre; todos buscando ser devorados. Son perfectos para picar entre horas y además calman toscamente el apetito. Pero no sacian.
Quizá ahí radique su principal diferencia con el amor.