martes, 16 de septiembre de 2008

Inmersión III




Cuando hablo de pepinillos, suelo clasificarlos; los hay de una noche, de biblioteca, compañeros de clase... y así, infinitud de tipos. Pero hasta ahora, he hablado del amor como algo único e indivisible. Y es porque lo creo así.

El amor más puro es uno.

Todos hemos oído aquello de la energía; que ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Yo personalmente creo que ocurre algo similar con el amor. Y puede que el amor sea en si energía. Por eso hablar de distintos tipos de amor para mi es hablar en realidad de la misma cosa.

Lo que cambia es la forma de amar.

Se que hay gente que sostiene que sólo se ama una vez, o bien, que una vez que amas, si amas de verdad, ese amor dura para siempre.

Afortunadamente huyo de esos tópicos enfermizos y la terapia Gestalt ha hecho de mi una persona más sensata; sobre todo, más sana. Pero algo de verdad hay en eso que dicen. Y es que los sentimientos, sentimientos son. Y aunque queramos que desaparezcan, ocupan un lugar casi físico en nosotros y hemos de procurar aprender a vivir con ello. Más adelante comprenderéis por qué digo esto.

Me situaba en los albores de la inmersión, cuando aún confíaba en que la distancia a la superficie era menor que el oxígeno del que disponía. Ahora se que para mi en aquel momento era imposible prever lo que ocurriría.

Mi chico granadino era de los que sostenía esos tópicos enfermizos y los tomaba por bandera. Yo, que a mis diecisiete parecía sacado de un capítulo de "Amar en tiempos revueltos", me dejé llevar. No había nada que encajara mejor que nosotros. Tornillo y tuerca. Polos opuestos.

No se si es oportuno hablar aquí de cómo eramos uno u otro. Desde luego mi intención está lejos de querer ofender a nadie.

Este chico era un derroche de cariño y amor; no por ir besuqueando día y noche a todo el que pasara, sino por esa actitud suya de no necesitar cariño porque ya había recibido todo el del mundo.

Yo, en cambio, era un saquito roto. Era maravilloso que me diera exactamente lo que necesitaba incluso sin saber que lo necesitba. Él era el remedio ideal.

Entretanto, la decisión ya estaba tomada. Ya estaba planificando nuevas escapadas a Granada, viendo el calendario de días festivos. Eran los últimos días de verano y me esperaba todo segundo curso de bachiller por delante. El futuro, mi futuro, en mis manos; y una relación que sacar adelante. Suena a telenovela pero, ¡qué culpa tengo yo!

Aquello que había encontrado por casualidad, sin duda había sido un hallazgo importante. La excepción que confirma la norma: "de internet no puede salir nada bueno". La red es un lugar donde encontrar personas con afinidades similares y opuestas a las tuyas. Tiene la particularidad de ser un lugar virtual, con todo lo que ello conlleva. Aun así, puedo aseguraros que quien busca algo o a alguien en la red acaba por tener muy presente esa premisa.

Si os digo la verdad, no recuerdo mi segundo viaje a Granada porque al primero le sucedieron tantos otros que me es difícil distinguir entre ellos. Fueron seis meses de lo más ajetreados. Siempre que pienso en cómo lo llevé a cabo, una sensación sobrecogedora se apodera de mi y me susurra bajito: "¡qué bien lo hiciste!".

Y es que si hay algo de lo que no me avergüence estar orgulloso es de cómo saqué adelante este año de mi vida. No pude escatimar en empeño ni en implicación personal. Utilicé toneladas de fuerza de voluntad y muchas, puede que decenas, de artimañas y mentiras que no hacían mal a nadie, pero me facilitaban la vida y mi relación al doscientos por cien.

Esto último no es algo de lo que esté orgulloso, pero tampoco me siento culpable; actué conforme a la situación. Puede que si mi edad y mi entorno hubieran sido distintos, hubiera tomado el toro por los cuernos en lugar de esconderme tras la capota y rezar para no ser descubierto.

Reconozco que mis padres no conocían del todo a su hijo; también es cierto que yo estaba cambiando a paso de gigante. Sólo había un pequeño desfase temporal entre nosotros. Pero seguir siendo el pequeño de la casa, era mi mejor baza de juego.


Visitaba Granada prácticamente un fin de semana de cada dos. Cada viaje implicaba cinco horas de ida y cinco de vuelta. Aunque el autobús no sea el lugar idóneo para estudiar, si hay necesidad es lo que menos te planteas. Más de una vez tuve que cerrar los ojos para trazar en mi mente rectas y arcos de dibujo técnico.

Sin embargo, era llegar a Granada y dejarlo todo atrás. Nunca toqué un libro estando allí. Para conseguir esto, mis semanas se volvían extasiantes: seis horas de clase diarias más aproximadamente cuatro de estudio por la tarde y clases particulares dos veces por semana. Había días en los que terminaba de cenar y regresaba a la biblioteca hasta la hora de dormir.

No podía bajar el listón. Nadie podía notar el más mínimo cambio. Y lo cierto es que no pudo ir mejor. No sólo mantuve mis notas, sino que las mejoré. Supongo que las horas de autobús surtieron efecto.

Hace poco tuve un profesor deleznable que un día dijo algo muy sensato. Tras dar diversos porcentajes sobre la capacidad de memorización según el método que se empleara, dijo que si nos implicábamos sentimentalmente con algo, retendríamos el noventa y cinco por ciento de la información. Estoy seguro de que esto se puede extrapolar a muchos otros campos.

Ahora que lo pienso, tuve un nueve con cinco en selectividad. Es realmente curioso, es la primera vez que reparo en ello.




Dibujo. Estación de Principe Pio.
Madrid 10.09.08

lunes, 8 de septiembre de 2008

Metafísica regional


Tener estilo, chispa, glamour o una forma determinada de abordar las situaciones no es algo con lo que todo el mundo nazca. Digamos que aunque haya personas que posean una elegancia nata, un porte y un saber estar que parece situarse en los genes, esto no suele ser así.

Sin embargo, se puede enmendar el desastre y aprender; que es más o menos lo que hacemos todos: mirar, copiar, aprender y, solo en algunos casos, dar el salto para crear. Esto último requiere de cierto coraje más propio de entornos plurales.

Toda mi vida he vivido en una ciudad donde la palabra "maricón" estaba a la vuelta de la esquina. Y no me extraña; sólo hay que ver cómo viste quien lo dice. Es algo que sobrecoge mi atención.

¿Qué pensarían de un hombre que se tiñe el pelo, se depila todo el cuerpo, escroto incluido e incluso las cejas, se perfora cartílagos por doquier y además no escatima en avalorios para salir a la calle? Se que un irremediable y fugaz pensamiento anclado a un estereotipo horrible está pasando por su mente: "maricón, seguro."

Pues no. Ese es uno de los encantos, si se le puede considerar así, que Murcia tiene: la ambigüedad. Y es algo que se distribuye desde la capital hasta los lindes de la Región en intensidades exponencialmente decrecientes.

Por eso pensé que unos cursillos o incluso unos folletos podían ser útiles para acabar de una vez por todas con esta indecisión. Pero despojar a Murcia de su ambigüedad sería similar a demoler el acueducto de Segovia o la Pedrera de Gaudí en Barcelona.

Murcia es ambigua. Antigua también, pero sobre todo ambigua . Mirar a un chico por la calle puede pasar inadvertido, que os sonriais mutuamente o que sea lo último que hagas. Es lo que tienen de emoción los pepinillos de la huerta: algunos muerden y otros no.

La forma de vestir, de caminar, de actuar, son expresiones tajantes de lo que buscamos y lo que ofrecemos. Forma parte de un lenguaje no escrito, tan efectivo como la publicidad subliminal.

El problema aparece cuando emisores y receptores poseen distinto código.






Dibujo. Desde el Fuerte de Navidad
Puerto de Cartagena.