miércoles, 31 de diciembre de 2008

Re-set







"Yo soy, yo conozco, yo quiero. Soy en cuanto sé y quiero; sé que soy y quiero; quiero ser y saber"


"Confesiones"
San Agustin


No hay mejor forma de empezar que mirar firmemente a los ojos con los ojos. Ni mayor conexión que tan rápidamente pueda hacerte saber qué busca en ti el otro. 
No precisamos de indentidades cuando hay ojos que ven y miran y miradas que hablan por si solas.
Es instintivo, nada racional y todo humano.


Ojitos de Rocío


lunes, 8 de diciembre de 2008

Lo que nunca te contaron





Para describirla voy a necesitar a algo más que palabras porque describir a alguien tan complejo y sencillo a un tiempo lo requiere. Seguramente lograríamos entender cómo es, a mi forma de ver, mediante un fragmento que ni si quiera la mencione. Algo así como hablar del contenido sin hacer referencia al contenedor; porque si de algo estoy seguro es que estamos hablando de un enorme contenedor de cosas, de infinidad de ellas. Y cuánto me gusta que sea así.


______


Aquel día en que Astrud Gilberto se levantó en la mañana, se dirigió primero a tomar una ducha tranquila; le gustaba tomarse con calma el despertar. Tras el desayuno, no lo puede evitar y cae un vasito de refresco de cola sin azúcar. Ya en el escritorio lee su correo. Buenas noticias. Su amigo el señor Drexler  está preparando un nuevo trabajo. Jorge canta y escribe entre otras cosas. se conocieron hace años cuando ambos tomaban clases de canto de unos mismos profesores. 

Astrud tenía buenos amigos, no en exceso, pero amigos reales. Se reunía con ellos cada viernes. Nunca tenían un sitio fijo ni un propósito estable. Incluso en ocasiones no quedaban los viernes porque casi ningún viernes parecía viernes por motivos de trabajo. De esta forma quedaban cuando podían bajo la condición de llamar viernes al día en que se reunían para cargarlo con todas las connotaciones positivas que implica ese nombre.

Unos días en el sushi bar, otros en un café o incluso en la azotea de algún hotel de la capital. La última vez que estuvieron juntos llevaron a cabo su particular ruta por las salas de exposiciones de arte de la ciudad. Les gustaba estar al tanto de lo que se movía en las mentes de otros que, como ellos, hacían de su vida un proceso de investigación y creación.

Siempre tenían proyectos extralaborales en mente, pero la escasez de tiempo les dificultaba su puesta en marcha. De alguna forma todos sabían que llegaría el momento para ello. Estaban siendo meses intensos de trabajo. La más joven de ellos era Lourdes aunque todos la llamaban Russian. La pobre había tenido noches enteras de pesadillas que nada tenían que ver con la dulzura y la delicadeza que la caracterizaban. 

Con sangre y sexo -dijo- sexo del duro.

Le aterrorizaba más la idea de soñar con ese género que el sueño en si. La miraban algo sorprendidos, quizá preguntándose el origen de su rareza, pero es que nadie en esas reuniones era normal en términos convencionales. Russian tenía predilección por los libros; los devoraba. Además coleccionaba series de fotos que encontraba. La que más polémica suscitó fue la de peluches asesinos, en concreto una foto de unos conejitos con sangre en la boca. Muy divertida.

Los hermanos Hidrogenesse, eran los menos cuerdos de todos. Siempre pedían lo mismo: café solo, en verano con hielo, y siempre cargadito; la cafeína les daba la vida, al igual que los chicles de menta tras el almuerzo. Quizá fueran la nota neurótica y algo bipolar de todos ellos, pero eran imprescindibles en sus reuniones. Nada les divertía tanto como dejar volar su imaginación, especialmente los días de agotamiento mental, donde no había trabas para su lengua e ingenio.

Todos echaban de menos a Facto, que ya no residía en la capital, aunque mantenían el contacto gracias a Kahlo, quien no dejaba de actualizarles en el panorama musical.

Sin duda eran un grupo de amigos peculiar. Todos distintos pero de alguna forma compatibles. Como los elementos de un único aparato al que dan vida cuando están ensamblados. Nunca eran un número fijo, ni si quiera limitado ya que iban sumándose conforme se conocían. Y todos encajaban; todos atravesaban el mismo tamiz hasta llegar al mismo punto de filtrado. Así sabían que estaban hechos los unos para los otros, por lo que estar juntos debía ser maravilloso y no dejarían de reunirse.


Aquella tarde de febrero era un viernes de los que no lo parecían, por lo que no se habían reunido en torno a ningún café. Ni si quiera lo tenían previsto y, sin embargo, todos iban llegando poco a poco a la misma habitación del hospital. Se respiraba una atmósfera cálida y anestesiada; la que sucede a un intenso dolor. Al fondo, dos antiguos amigos a los que hacía tiempo que no veían. Algo en sus vidas cambió meses atrás. Los recién llegados advirtieron que ya no vestían igual. Su indumentaria hippie tardía y su aire rockero despreocupado estaba lejos de ser como era.

La mujer acunaba a su niña, recién nacida, en su regazo. El padre, perdía la vista en la fragilidad infinita que impregnaba a la criaturita. Astrud, Jorge y Russian le acompañaban. Hacía mucho que no se veían pues el embarazo había cambiado sus planes de vida por completo. Tuvieron que dejar atrás mucho de lo que hacían, incluidas esas reuniones; sabían que tener a Laura les exigiría cierta estabilidad. Cambiaron las raves y las telas de estampados coloridos por un hogar y un empleo estable. 

El padre les presentó a su nuevo tesoro. Pasados unos instantes se hizo un silencio que los hermanos Hidrogenesse rompieron al llegar. Tan pronto como entraron, sometieron su locura a la concentración y silencio de la habitación, que dejaba ver las arrugas de la piel, todavía violácea, de la pequeña, bajo una luz atenuada.

Pasarón largos minutos de silencio y observación. Todos miraban incrédulos aquel diminuto ser arropado por un pijama rosa palo y gris. Ella dormía apenas sin moverse, dueña de una quietud que sólo tiene quien acaba de nacer, aunque a ella le acompañaría toda la vida.





Lo que hasta ahora vivimos juntos... -dijo el padre

Tendrá que quedar entre nosotros - añadió en un susurro la madre, tratando de no despertar a la criatura.
Al menos hasta que crezca - terminó.

Todos asintieron conscientes de que aquel momento era una celebración y una despedida, por un tiempo. No había disgusto ni reproche alguno porque sabían que el viento cambiante de sus vidas no era lugar para un neonato. Así, asumieron con plena madurez lo que debía ser así y no de otra forma.

Poco a poco se fueron marchando. Los hermanos Hidrogenesse lo hicieron primero, seguidos de Russian y, más tarde de Jorge, quien se ofreció a acompañar a Astrud a casa. Ella decicidió quedarse un poco más. Luego, besó a Laura en su diminuta mano y compartió una última mirada de afecto con sus padres antes de marcharse.

Sin duda sabía que tendrían que esperar.



Fotografía de Anne Geddes



jueves, 6 de noviembre de 2008

I am






Lo confieso. Soy un adicto.

Y lo peor de todo es que esto no ocurre desde hace poco, sino que me ha acompañado toda mi vida, o al menos desde que yo recuerdo.

Al principio, y conforme fui creciendo, pensaba que solo eran cosas de niños, que son más endebles, menos hombres. Y por contra de lo duros y robustos que puedan parecer los hombres, seguramente también sean capaces de sentir con esa ternura semirrígida y heterosexual que les envuelve.

Puede que parte de la culpa la tenga Disney, o eso es lo que pienso cuando le busco algo de lógica a todo esto. Tanto color, tanto sentimiento y todo tan animado entra fácil por las pupilas de cualquier imberbe; y cala hondo, claramente. Sin embargo, Disney ha compartido la infancia de tantos otros que no sufren lo que yo porque no están enganchados.

Y es que siento un mono tan fuerte a veces que me podría comparar con un heroinómano. Y me sigo preguntando por qué yo; por qué a mi. De alguna manera sentir es algo que nos ocurre a todos, aunque no sepamos a ciencia cierta la magnitud o tipología de los sentimientos ajenos; al igual que ignoramos la percepción del mundo en ojos de otros.

Soy adicto a sentir, a besar, a abrazar y a que me abracen. Me reconozco débil y blando; y duro y fuerte en otras cosas. Aparento seriedad para esconder mis miedos y finjo seguridad y autoconfianza para ocultar mi timidez en público.

Soy dependiente; de los que no les importa abrazar pero prefieren que les abracen; de los que, como todos, desayuna cereales cada mañana y si los hay, los prefiere de chocolate. Soy de los que, pasado un mes, echan de menos a su madre aunque se lo callen.

De los que a veces se saturan y gritan tapándose la boca con la almohada o se desahogan entre
risas y lágrimas con alguien cercano, terminando en ese estado de embriaguez abstemia que tan cansado me deja.

Soy uno de esos que encuentra en el chocolate y el helado un consuelo fácil, pero siempre acompañado. De los que lo dan todo si creen que algo merece la pena. De las heroínas de los comics que luego se despiertan y vuelven al mundo real.

Soy de esos que de vez en cuando piensa en quién es y adonde va, pero sabe de dónde viene. Soy tan débil y tan frágil, tan fuerte y resistente como humano. Soy honesto, en parte, o al menos lo intento ser conmigo mismo. Soy de los que dicen ser débiles para luego demostrarse que no lo eran tanto.

A veces pienso que el mundo está dividido. Que somos polares y adictos. Dependientes. Que los hay que dependen de otros y también los hay que dependen de que dependan de ellos. Ambos extremos tan carentes el uno como el otro. Tan necesarios y necesitados.

De alguna forma al nacer, al crecer, algo nos determina. Como si alguien nos esperara con un hierro candente para marcarnos. Y la cicatriz está ahí. Cuando estremeces, cuando te erizas de frío, cuando te pierdes en el calor del otro. Sólo tienes que acariciarte la nuca para que el escalofrío te recuerde qué eres.

En mi caso, se que todo esto viene de atrás, de mis carencias. Lo se, lo afirmo y lo asumo. Porque sólo así se vive bien con uno mismo.

Y me desnudo sistemáticamente aquí, sin motivo o causa aparente; quizá para mostrar que no hay porqué ser fuertes y todopoderosos, sino humanos. Con toda la belleza de la imperfección que nos caracteriza.





Imagen. Portada del proyecto "Silva Silvae"
En colaboración con Álvaro Borrajo y Laura Migueláñez. (¡Qué grandes sois!)
Madrid 20.10.08

viernes, 31 de octubre de 2008

Neonato







Hoy,  la vida me sonríe.

Acabo de oír el golpe seco y contundente de la puerta del coche, que se mezcla con el vibrar y el eco del tráfico madrileño, al tiempo que noto el aire frío y enérgico de la mañana mientras pienso: si fuera mujer...

Si fuera mujer, en este momento hundiría fuerte el tacón con paso amplio y firme y agitaría mi rubia melena al viento. Con esa prepotencia y soberbia digna que impregna a algunas mujeres. Porque no habría mujer que se sintiera tan vivo y tan hombre como yo en ese momento.

Y aquí sigo, taconeando con mi suela plana y agitando mi rubia melena morena que no precisa de plancha o secador; camino de clase, luciendo modelo ante las divinidades varias, masculinas todas ellas, que habitan mi escuela reivindicando la vanguardia de su estilo en todo momento.

Tacón, punta, tacón, punta, tacón...

Resulta difícil de explicar porque no todos los días se vuelve a nacer. Sin duda es una experiencia peligrosa, algo lenta para lo que se sufre y desde luego arriesgada. Pero una vez que te retiran la placenta y respiras, ya nada te puede separar del aire que hincha tus pulmones.

Las últimas semanas las había pasado viviendo del recuerdo del vientre materno. Sufriendo y lamentándome de no poder volver a él; a la protección y confianza despreocupada que te proporciona; al infinito calor y amor de su interior. Por suerte ya no depende de mi el regresar. 

Cuando un vínculo tan fuerte se rompe no hay forma alguna de cuantificar los daños, ni medida de tiempo con la que predecir cuándo volverá a su cauce. Puede que no lo haga nunca; y de volver, jamás tomaría el mismo camino.

Aquí estoy yo. Hombre o mujer, ahora es lo mismo. Recién destetado, con el celo de mamá tras la nuca y con la sonrisa interior y granuja del niño que redescubre por vez primera su libertad.

Ahora mi respiración se convierte en bocanadas de aire, una energía que desconozco me invade; ya no recuerdo como era tener sueño, ni cuánto me pesaban los párpados. Ya no recuerdo la sombra que se avecinaba sobre mis ojos a cada pestañeo, la que se volvía más lenta cada día, y me cuestionaba cuánto peor sería lo que vería segundos después. Ya no recuerdo nada que no merezca recordar. 

De vuelta a mi escuela, noto cómo me miran y miro.  Si alguien puede presumir, ese soy yo. Neonato, orgulloso y dispuesto a cuestionarle a cualquiera cuánto mejor ha sido su noche anterior.


Dibujo. "Llegué a Madrid en un barco"
Madrid 09.10.2008

domingo, 5 de octubre de 2008

Entre tantos ruidos


Vivo en un colegio mayor que vibra.  Vibra y vibra y vibra casi por sí solo, aunque eso no pueda llegar a ocurrir.

Vibran los suelos, las paredes; vibran las voces que lo empapan, las puertas que se cierran de golpe; vibran las pisadas; vibran los latidos de las decenas de colegiales que lo hacen vibrar.

Vibran las paredes movidas por las camas que vibran por las voces y los gemidos que les hacen vibrar. Porque esa energía que alberga todo lo que nos mueve por instinto, a todas las reacciones carnales, sentimentales y humanas que enraízan en lo hondo de nuestra animalidad, les hace vibrar.

Al igual que las sábanas se inundan en sudor y ocurre que la adrenalina recorre cientos de vasos, la sangre aflora y nos satura la cara; las arterias se dilatan y quieren salir de su lugar.

El sonido mudo del tacto de la piel a su fricción; el huir del cabello como hebras sedosas entre los dedos, que enrigidecen y lo agarran, que tiran, tensan y dañan de placer al otro. La languidez medida y húmeda con la que los labios recorren la piel desnuda. El relámpago frío que asciende nuestra espalda y culmina en punta el vello; seguido del calor que lo ahoga.

El no saber dónde acabará la boca que absorve tu cuerpo torso abajo, el reprimir querer morir de placer en ella y que te lo impidan a ti en el intento. 

El placer de la inercia se hace contigo. Ya no hay marcha atrás.

Nada importa. 

No hablas. Sigues. Callas.
No hables. Sigue. Cállate_


_...




Todo es ahora calma, y nada queda por hacer, mas que arroparte en el calor contiguo a ti y no esforzarte en despertar; mas que sumirte en el silencio de la noche y descansar.



...


Es pasión. 

La misma que recorre con un eco tangible cada poro y cada superficie de este colegio. La misma que agita de noche mis paredes y las de la habitación de al lado. La que se cuela bajo las puertas de decenas de colegiales. La que se despierta a tu lado a la mañana siguiente, y te besa con un sabor amargo y dulce a un tiempo. 

La misma que de un día al siguiente se ha marchado de tu cuarto sin dejar más que un lastre de recuerdos que te persiguen. La que torna al odio antes que el sol a la lluvia en mayo. La que se mueve a placer en tu vida y sólo vuelve cuando dejas de buscarla.

Vivo en un colegio que vibra y vibra y vibra...



Dibujo. Réplica de Egon Schiele
D.A.I. I  25.09.07




martes, 16 de septiembre de 2008

Inmersión III




Cuando hablo de pepinillos, suelo clasificarlos; los hay de una noche, de biblioteca, compañeros de clase... y así, infinitud de tipos. Pero hasta ahora, he hablado del amor como algo único e indivisible. Y es porque lo creo así.

El amor más puro es uno.

Todos hemos oído aquello de la energía; que ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Yo personalmente creo que ocurre algo similar con el amor. Y puede que el amor sea en si energía. Por eso hablar de distintos tipos de amor para mi es hablar en realidad de la misma cosa.

Lo que cambia es la forma de amar.

Se que hay gente que sostiene que sólo se ama una vez, o bien, que una vez que amas, si amas de verdad, ese amor dura para siempre.

Afortunadamente huyo de esos tópicos enfermizos y la terapia Gestalt ha hecho de mi una persona más sensata; sobre todo, más sana. Pero algo de verdad hay en eso que dicen. Y es que los sentimientos, sentimientos son. Y aunque queramos que desaparezcan, ocupan un lugar casi físico en nosotros y hemos de procurar aprender a vivir con ello. Más adelante comprenderéis por qué digo esto.

Me situaba en los albores de la inmersión, cuando aún confíaba en que la distancia a la superficie era menor que el oxígeno del que disponía. Ahora se que para mi en aquel momento era imposible prever lo que ocurriría.

Mi chico granadino era de los que sostenía esos tópicos enfermizos y los tomaba por bandera. Yo, que a mis diecisiete parecía sacado de un capítulo de "Amar en tiempos revueltos", me dejé llevar. No había nada que encajara mejor que nosotros. Tornillo y tuerca. Polos opuestos.

No se si es oportuno hablar aquí de cómo eramos uno u otro. Desde luego mi intención está lejos de querer ofender a nadie.

Este chico era un derroche de cariño y amor; no por ir besuqueando día y noche a todo el que pasara, sino por esa actitud suya de no necesitar cariño porque ya había recibido todo el del mundo.

Yo, en cambio, era un saquito roto. Era maravilloso que me diera exactamente lo que necesitaba incluso sin saber que lo necesitba. Él era el remedio ideal.

Entretanto, la decisión ya estaba tomada. Ya estaba planificando nuevas escapadas a Granada, viendo el calendario de días festivos. Eran los últimos días de verano y me esperaba todo segundo curso de bachiller por delante. El futuro, mi futuro, en mis manos; y una relación que sacar adelante. Suena a telenovela pero, ¡qué culpa tengo yo!

Aquello que había encontrado por casualidad, sin duda había sido un hallazgo importante. La excepción que confirma la norma: "de internet no puede salir nada bueno". La red es un lugar donde encontrar personas con afinidades similares y opuestas a las tuyas. Tiene la particularidad de ser un lugar virtual, con todo lo que ello conlleva. Aun así, puedo aseguraros que quien busca algo o a alguien en la red acaba por tener muy presente esa premisa.

Si os digo la verdad, no recuerdo mi segundo viaje a Granada porque al primero le sucedieron tantos otros que me es difícil distinguir entre ellos. Fueron seis meses de lo más ajetreados. Siempre que pienso en cómo lo llevé a cabo, una sensación sobrecogedora se apodera de mi y me susurra bajito: "¡qué bien lo hiciste!".

Y es que si hay algo de lo que no me avergüence estar orgulloso es de cómo saqué adelante este año de mi vida. No pude escatimar en empeño ni en implicación personal. Utilicé toneladas de fuerza de voluntad y muchas, puede que decenas, de artimañas y mentiras que no hacían mal a nadie, pero me facilitaban la vida y mi relación al doscientos por cien.

Esto último no es algo de lo que esté orgulloso, pero tampoco me siento culpable; actué conforme a la situación. Puede que si mi edad y mi entorno hubieran sido distintos, hubiera tomado el toro por los cuernos en lugar de esconderme tras la capota y rezar para no ser descubierto.

Reconozco que mis padres no conocían del todo a su hijo; también es cierto que yo estaba cambiando a paso de gigante. Sólo había un pequeño desfase temporal entre nosotros. Pero seguir siendo el pequeño de la casa, era mi mejor baza de juego.


Visitaba Granada prácticamente un fin de semana de cada dos. Cada viaje implicaba cinco horas de ida y cinco de vuelta. Aunque el autobús no sea el lugar idóneo para estudiar, si hay necesidad es lo que menos te planteas. Más de una vez tuve que cerrar los ojos para trazar en mi mente rectas y arcos de dibujo técnico.

Sin embargo, era llegar a Granada y dejarlo todo atrás. Nunca toqué un libro estando allí. Para conseguir esto, mis semanas se volvían extasiantes: seis horas de clase diarias más aproximadamente cuatro de estudio por la tarde y clases particulares dos veces por semana. Había días en los que terminaba de cenar y regresaba a la biblioteca hasta la hora de dormir.

No podía bajar el listón. Nadie podía notar el más mínimo cambio. Y lo cierto es que no pudo ir mejor. No sólo mantuve mis notas, sino que las mejoré. Supongo que las horas de autobús surtieron efecto.

Hace poco tuve un profesor deleznable que un día dijo algo muy sensato. Tras dar diversos porcentajes sobre la capacidad de memorización según el método que se empleara, dijo que si nos implicábamos sentimentalmente con algo, retendríamos el noventa y cinco por ciento de la información. Estoy seguro de que esto se puede extrapolar a muchos otros campos.

Ahora que lo pienso, tuve un nueve con cinco en selectividad. Es realmente curioso, es la primera vez que reparo en ello.




Dibujo. Estación de Principe Pio.
Madrid 10.09.08

lunes, 8 de septiembre de 2008

Metafísica regional


Tener estilo, chispa, glamour o una forma determinada de abordar las situaciones no es algo con lo que todo el mundo nazca. Digamos que aunque haya personas que posean una elegancia nata, un porte y un saber estar que parece situarse en los genes, esto no suele ser así.

Sin embargo, se puede enmendar el desastre y aprender; que es más o menos lo que hacemos todos: mirar, copiar, aprender y, solo en algunos casos, dar el salto para crear. Esto último requiere de cierto coraje más propio de entornos plurales.

Toda mi vida he vivido en una ciudad donde la palabra "maricón" estaba a la vuelta de la esquina. Y no me extraña; sólo hay que ver cómo viste quien lo dice. Es algo que sobrecoge mi atención.

¿Qué pensarían de un hombre que se tiñe el pelo, se depila todo el cuerpo, escroto incluido e incluso las cejas, se perfora cartílagos por doquier y además no escatima en avalorios para salir a la calle? Se que un irremediable y fugaz pensamiento anclado a un estereotipo horrible está pasando por su mente: "maricón, seguro."

Pues no. Ese es uno de los encantos, si se le puede considerar así, que Murcia tiene: la ambigüedad. Y es algo que se distribuye desde la capital hasta los lindes de la Región en intensidades exponencialmente decrecientes.

Por eso pensé que unos cursillos o incluso unos folletos podían ser útiles para acabar de una vez por todas con esta indecisión. Pero despojar a Murcia de su ambigüedad sería similar a demoler el acueducto de Segovia o la Pedrera de Gaudí en Barcelona.

Murcia es ambigua. Antigua también, pero sobre todo ambigua . Mirar a un chico por la calle puede pasar inadvertido, que os sonriais mutuamente o que sea lo último que hagas. Es lo que tienen de emoción los pepinillos de la huerta: algunos muerden y otros no.

La forma de vestir, de caminar, de actuar, son expresiones tajantes de lo que buscamos y lo que ofrecemos. Forma parte de un lenguaje no escrito, tan efectivo como la publicidad subliminal.

El problema aparece cuando emisores y receptores poseen distinto código.






Dibujo. Desde el Fuerte de Navidad
Puerto de Cartagena.

sábado, 30 de agosto de 2008

Inmersión II



Seguir hablando a partir de aquí supone abrir un pequeño corte en mi piel, puede que a la altura del pecho, para que dejar que el mundo mire. Y no es nada sencillo.

Granada era esa ciudad. Sólo con recordar su nombre me vienen imágenes sin descanso a la retina. Me enamoré de Granada casi al mismo tiempo que de él; puede que a través de él.

Lo que comenzó siendo un pepinillo a distancia al que yo prestaba atención escasa, comenzó a actuar de manera extraña; diferente a la de un pepinillo común. O mi olfato se había malacostumbrado o había dejado de oler tanto a vinagre. Hay pepinillos que te dejan ese sabor aparentemente dulzón y de acidez anestésica. Este chico no precisaba de líquidos amargos para desplazarme a otros lugares. Definitivamente, había salido del tarro de cristal y se inclinaba por fermentar al amor.

Yo, que soy algo irreflexivo a veces, me fui a verle en compañía de un gran amigo que tenía entonces. La primera vez que le vi fue la más rara del mundo. La comodidad no era precisamente lo que flotaba en el ambiente. Yo fingía la tranquilidad que me caracteriza habitualmente y que confieso acostumbro a fingir en situaciones como esa. Él no ocultaba nada; su cara era todo un poema y su inseguridad, deliciosa.

Si un chef parisino (de estos que tienen el bigote en espiral y acento remilgado) tuviera que escoger los mejores ingredientes para una historia ficticia de amor, tomaría muchos de los factores que nos rodeaban. Suena realmente "ñoño", pero es que ocurrió así.

La primera vez que me quedé a solas con él. Su olor, su piel bronceada, lo bonito y acogedor que hacía todo en torno a si... Y lo que yo pude llorar cuando terminó aquel fin de semana de verano al que la casa de mi amigo en la playa le proporcionó el consentimiento paterno.

La llegada al hogar fue electrizante. Después de cinco horas viajando en autobús alguien me vertió un jarro de agua fría sobre la cabeza y pude mirar atrás. Me había ido de casa sin consentirlo papá y mamá, que ahora miraban la tele de domingo noche sentados tranquilamente en el sofá. Había arrastrado conmigo a mi amigo y allí estaba yo, con diecisiete recién cumplidos, contestando a las preguntas de "¿que tal el fin de semana?" con un "bien, tranquilo, en la playa como siempre" y convertido en todo un prófugo enamorado.

Un sinvergüenza, lo que yo os diga.



Dibujo. "La ortogonalidad no existe"
Calles de Alicante. 24-08-08

viernes, 29 de agosto de 2008

Inmersión I


Hoy voy a hacer una confesión especial.

La primero de todo es admitir que estoy algo emocionado ante la idea de contarlo. Lo segundo es que soy un caradura, un granuja, un embustero y un bobo romanticón. Puede que esto se lleve en los genes, pero viendo a mi padre me permito el lujo de dudarlo.

No se ni por dónde empezar. Nací en Cartagena; no vayan. Cartagena es una ciudad pequeña o un pueblo grande, según se mire. Es una ciudad pequeña en infraestructuras, con la suficiente oferta sociocultural y educativa para considerarla como tal y haberme permitido crecer en un ambiente donde la creatividad y libertad de expresión no fueran mermadas en gran medida. Es un pueblo grande porque tiene habitantes de mente pequeña. Esto puede o no tener ventajas sobre el haber nacido en una ciudad mayor.

Todo se remonta tres o cuatro años atrás; creo que tenía quince o dieciséis. El inicio de mi perdición fue descubrir lo que realmente me gustaba. La perdición continuaba al ser consciente de que aquello, por ser tan bueno, debía estar prohibido. Los inconvenientes, que la distancia iba más allá de la otra acera. La bendición, comprobar que papá y mamá confiaban en mi más de lo debido.

Es fácil prever lo que ocurrió.

En mi defensa alegaré que toda la culpa la tuvo internet. Pero, seamos francos, internet sólo fue una primera piedra, un primer clavo en el metal de los raíles que me llevarían lejos.

Niño bien, notas excepcionales y expediente impoluto; por no presumir de carita de ángel. Este ha sido siempre mi mejor pasaporte. Nada me ha permitido nunca viajar más lejos.

Recuerdo haber pasado tres años de mi vida sometido a las expectativas que me creaba una pantalla de ordenador. Tres años asomado a una ventana oscura y muy desordenada, donde encontrar una pieza que encajara era como buscar una aguja entre cientos de ellas; un lugar donde cada uno sólo muestra aquello que quiere mostrar.

Internet en ese momento era la bombona de oxígeno más poderosa; la única que me aportaba un poco de aire entre tanta agua salada. Escondido, siempre, y con miedo a que estallara. Nunca voy a olvidar aquel rincón de mi habitación.

En ese momento yo ni si quiera sabía qué era un pepinillo. Era un bobo romanticón en bruto y con todo por aprender (¡no hay situación más peligrosa!).

Dos de estos años los ocuparon inagotables dramas a distancia con algún que otro viaje intermitente a Madrid, avalados ante papá y mamá por la visita a un incierto número de amigos de cursos de idiomas de verano en el extranjero. Además podía quedarme en casa de un familiar que ahora ya sabe por qué regresé a las diez de la mañana del día siguiente al que salí en aquella ocasión. Madrid era mucho Madrid para un niño de dieciséis como yo.

Estos viajes eran el oasis del nómada en el desierto. Pero como buen nómada sólo lo visitaba una vez, tal vez dos, en grandes períodos de tiempo. Esto era lo que daba de sí toda la credibilidad de papá, mamá y cualquier persona de mediana inteligencia ante la que no se quisiera levantar sospecha alguna.

Tiempo adelante ocurrió lo inesperado: el hallazgo certero de una aguja entre agujas; una de punta especial. Fue en ese momento cuando el nómada pasó a asentarse lentamente y a convertirse en asiduo visitante de una pequeña y grandiosa ciudad.

Es aquí donde comienza nuestra historia.


Dibujo. Tarde de autodefinidos y otras cosas en la playa.
La Manga, playa del Pedruchillo. 10-08-08

lunes, 25 de agosto de 2008

A corazón abierto


Creé el blog de amorypepinillos aún no se bien por qué.

Me resultaba atractiva la idea de contar sin tapujos, y no por ello con menos elegancia, mis historias de amor y pepinillos. Sin embargo ahora que quien me lee me conoce, ¡dudo tantísimo de publicar lo que escribo!

Puede que amorypepinillos sea un blog que no deba trascender más allá de la simpleza y humor que encierran los pepinillos, aunque me duela. Pero no, esa eso sería permanecer a medio gas, viviendo a base de la comodidad de no publicar lo que escribo y reconfortándome al leerlo en este pequeño cuaderno.

Los pepinillos serán como mucho el cincuenta por ciento de este blog. Y no voy a callarme ni una palabra sobre el amor, ahora que empiezo a ver más claro cada día.

Eso sí, todo a su tiempo.


Ferry Denia-Ibiza
11-08-08




Dibujo. Una pareja de enamorados de unos 20 años se sienta delante de nosotros en el Ferry.
"Tanto tiempo hablando de amor, que cuando lo ves tan cerca te asustas al recordar qué significa."

sábado, 26 de julio de 2008

De amor y pepinillos




El amor y los pepinillos son dos cosas muy distintas pero íntimamente relacionadas. Lo quieras o no, ambos te alimentan. "Amor y pepinillos" es "amor y pepinillos."

¿Qué cosa cursi voy a decir yo sobre el amor? Sobre amor ya está todo redicho, es como el cine western, ya no queda casi nada por decir. Y si me atreviera a comentar algo, tendría la credibilidad de un pequeprostiadolescente malcriado...

Sin embargo, a los pepinillos los conozco algo mejor, aunque me pese decirlo. Son rígidos, redondeados, largos, turgentes, rugosos y de fractura crujiente.

Mmmm... ¡Qué ricos los pepinillos!

Su sabor avinagrado te insufla un soplo de vida. Se dilatan las pupilas, las glándulas salivan, se contonea la lengua y disfrutas liberándolos de su crujir. Ese sonido te vuelve carnicero, y asesinas uno tras otro.

Se sabe bien que el vinagre en la boca escuece, por lo que han de morir cuanto antes. Con ellos, no funciona como con el amor. No puedes recrearte con un pepinillo, porque este no es si quiera tu amigo. Los pepinillos quieren morir rápidamente, por lo que nunca te casarás con uno de ellos.  Ni ellos contigo; y mucho menos estos pepinillos modernos que corren de boca en boca hoy día por el mercado.

Todos hemos sido pepinillo alguna vez; los hay de todo tipo. Altos, bajitos, alargados, gruesos, juguetones, verrugosos, curvados, jumbo size, (...) Para todo gusto y apetencia.

Sin embargo, de lejos, todos son irremediablemente iguales. Todos verdes y apestando a vinagre; todos buscando ser devorados. Son perfectos para picar entre horas y además calman toscamente el apetito. Pero no sacian.

Quizá ahí radique su principal diferencia con el amor.




jueves, 24 de julio de 2008

Tocado y hundido

De todos ellos, no sabría con cuál quedarme.
Cada uno es apropiado en un momento de mi vida. Puede que recuerde con mejores ojos a los que encajaban mejor en dicho momento y que tenga recuerdos más turbios de otros que ahora no irían mal.

Son amores, tan distintos y tan geniales todos por ser distintos. 

En número destacan los de discoteca. ¡Pero qué nombre tan feo! "De discoteca" suena a sexo cutre de la movida. "Amores de una noche" suena un poco a golfo, a puta. En resumen son caricias, besos efímeros, casi de emergencia; sí, eso es, son una especie de amores de emergencia, fastlove.

Es curioso, en esas noches que me lanzo a la calle de caza, me pregunto si encontraré al hombre de mi vida en los sitios a los que voy. Tan criticados y tan venerados; según qué busques. 

En cualquier caso la sala Boîte está repleta de príncipes azules de jueves a domingo. Cuidado con algunos, que destiñen. Baratos. 
Pero quien dice Boîte, enumera la lista nocturna madrileña de sobra conocida.

Yo, sin embargo, tratándose de fastlovers, prefiero a los de biblioteca. Por ese estar nervioso que me arde en la cara cuando se cruzan con mi mirada. No pasa ni un minuto y se repite la escena. Es patético, pero ocurre y además es muy dulce. El rojo te invade, sonríes por dentro, dudas absurdamente sobre la situación y estás plenamente seguro de que cualquier persona externa que os viera os daría una colleja por tener tres añitos de edad. Pero es inevitable.

Este tipo de fastlove está terriblemente enraizado con las películas estadounidenses. El cine de serie b en domingos por la tarde, ha hecho mucho daño. Son tan irresistibles los universitarios; con su carrera, sus libros, su horario de estudio y demás soeces que dejo en el tintero...
Evidentemente salen tanto o más de caza nocturna que yo pero el cine nos impide verlo.

Sweety honey(s) esperando que les destapen la mirada. Un manjar intelectual que espero no se deje de cultivar nunca entre los cerebritos universitarios. Yo tengo a unos cuantos marcados con un pilotito verde en mi cabeza. A veces parece hundir la flota en lugar de un aula de estudio.

No hace mucho descubrí a uno. Uno de estos buques militares que se pierden entre los radares y la neblina bibliotecaria... ¡Por lo menos valía cuatro puntos!

A los tres días de miraditas, nos conocimos. 

Disfruté mucho, sí. 

Pero aquello terminó en un "tocado y hundido".