sábado, 30 de agosto de 2008

Inmersión II



Seguir hablando a partir de aquí supone abrir un pequeño corte en mi piel, puede que a la altura del pecho, para que dejar que el mundo mire. Y no es nada sencillo.

Granada era esa ciudad. Sólo con recordar su nombre me vienen imágenes sin descanso a la retina. Me enamoré de Granada casi al mismo tiempo que de él; puede que a través de él.

Lo que comenzó siendo un pepinillo a distancia al que yo prestaba atención escasa, comenzó a actuar de manera extraña; diferente a la de un pepinillo común. O mi olfato se había malacostumbrado o había dejado de oler tanto a vinagre. Hay pepinillos que te dejan ese sabor aparentemente dulzón y de acidez anestésica. Este chico no precisaba de líquidos amargos para desplazarme a otros lugares. Definitivamente, había salido del tarro de cristal y se inclinaba por fermentar al amor.

Yo, que soy algo irreflexivo a veces, me fui a verle en compañía de un gran amigo que tenía entonces. La primera vez que le vi fue la más rara del mundo. La comodidad no era precisamente lo que flotaba en el ambiente. Yo fingía la tranquilidad que me caracteriza habitualmente y que confieso acostumbro a fingir en situaciones como esa. Él no ocultaba nada; su cara era todo un poema y su inseguridad, deliciosa.

Si un chef parisino (de estos que tienen el bigote en espiral y acento remilgado) tuviera que escoger los mejores ingredientes para una historia ficticia de amor, tomaría muchos de los factores que nos rodeaban. Suena realmente "ñoño", pero es que ocurrió así.

La primera vez que me quedé a solas con él. Su olor, su piel bronceada, lo bonito y acogedor que hacía todo en torno a si... Y lo que yo pude llorar cuando terminó aquel fin de semana de verano al que la casa de mi amigo en la playa le proporcionó el consentimiento paterno.

La llegada al hogar fue electrizante. Después de cinco horas viajando en autobús alguien me vertió un jarro de agua fría sobre la cabeza y pude mirar atrás. Me había ido de casa sin consentirlo papá y mamá, que ahora miraban la tele de domingo noche sentados tranquilamente en el sofá. Había arrastrado conmigo a mi amigo y allí estaba yo, con diecisiete recién cumplidos, contestando a las preguntas de "¿que tal el fin de semana?" con un "bien, tranquilo, en la playa como siempre" y convertido en todo un prófugo enamorado.

Un sinvergüenza, lo que yo os diga.



Dibujo. "La ortogonalidad no existe"
Calles de Alicante. 24-08-08